Escenarios y curiosidades

CASA DE DON JUAN DE ESPINA. Plano de Madrid Texeira. 1656.

   No cabe duda, la morada de don Juan de Espina era especial. No había autómatas pululando por sus estancias, ni apariciones descolgándose por sus peldaños, ni música brotando de sus paredes, como murmuraban en los mentideros de la Corte. O al menos, yo nunca llegué a verlos, ni oírlos. Pero estar ahí, si confería un hálito diferente que hacía sentir cierta zozobra y perplejidad, unas, que del mismo modo placían a la osamenta, a la sesera y a los sentidos, colmándolos de todo lo que uno pudiese desear conocer y experimentar.

   Era una casa atiborrada de todo. Podías hallar en ella cualquier cosa, desde una pintura maravillosa a una librería sorprendente, pasando por todo lo inimaginable que pudiese contener un gabinete de maravillas. No había resquicio en aquellas paredes que no lograsen pasmarme cada día. ¡Era como un desatino, una locura hecha conocimiento, belleza y, a veces, hasta espanto!

El Alfabeto de los dioses, p.733

Iglesia de Veracruz. Segovia.

   Cuando traspasábamos, esquivamente, por las puertas de aquel recinto, que erguido permanecía impasible entre las negruras de su propia sombra, nos hallamos ante unas paredes casi desnudas de revestimiento, e iluminadas de minúsculos sebos que agotaban grasas y cabos. Algunas tallas de piedra y madera salpicaban sus breves capillas, al igual que lo hacían losas y sepulcros por su piso. Un edículo, enfrentado a la puerta exterior, se levantaba en el centro cerrando sus contenidos a las miradas por gruesos muros de mampostería, y jugando a la vez en sus formas con el propio espacio en que permanecía, y así tratando de convertirse en una réplica menor de las propias paredes exteriores de aquel oratorio.

El Alfabeto de los dioses, p. 680

San Vicente de la Barquera. Cantabria.

   Aquí comienza mi historia. Mi nombre es Alonso, Alonso de Guevara Corro y Calderón, natural de la villa conocida como San Vicente de la Barquera, que me vio nacer un día de primavera del año del Señor de 1600.

El Alfabeto de los dioses, p. 21.

Convento de San Luis. San Vicente de la Barquera. 

   Padre decidió que debía buscarme futuro que labrar y colocación. Como segundón de estirpe que fui, y que soy, dada además mi afición a libros, legajos y enseñanzas, no dudó en acomodarme en manos de los buenos frailes franciscanos, que habitaban en el cercano convento de San Luis, aquel del que ya hablé, y en el que tenían sepultura mis antepasados paternos en su capilla de los Guevara.

El Alfabeto de los dioses, p. 67.

Cueva del Soplao. Cantabria.

   En mis ocho años de existencia, nunca creí haber sentido tanta dicha de contemplar lo que mis ojos me mostraban. Se perdían en la oscuridad cientos de, cómo podría decir…, bordados de piedra colgando de los techos, inmóviles y blancos como algodones. Con la boca abierta fui recorriendo todos los rincones hasta donde llegaba mi vista. Gotitas de agua colgaban de sus extremos imposibles, mostrando formas que asemejaban a corales, como los que a veces salían enganchados de las redes y trasmallos de los pescadores.

 El Alfabeto de los dioses, p. 35.

El Libro Imposible.

Manuscrito Voynich, Yale University Library. Fol. 169.

   El Libro Imposible existe, y se le conoce como el manuscrito Voynich, y se conserva en la Biblioteca de la Universidad de Yale. A estas alturas de la historia, aún no ha podido ser descifrado su contenido y en qué lengua está escrito. Todo un misterio, y de ahí su nombre.

Autómata atribuido a Juanelo Turriano. (Siglo XVI)

Fue entonces cuando aconteció que un extraño sonido, el cual asemejaba a un meneo de engranajes, me sorprendió a retaguardia. Me volví hacia aquel retumbe y una visión estremecedora me fizo lanzar un alarido, tras lo cual permanecí perplejo. Movíase un pequeño monje con hábito y cabeza descubierta, deslizándose por encima de una losa. Su rostro era cetrino, escuálido, de cejas finas y levantadas en desdeñoso gesto y en lo que se me antojó malévola mirada. Su hábito era negro, y en los pies llevaba unas sandalias que levantaba al girarse. De sus manos pendía un enorme rosario compuesto de gruesas cuentas y un imponente crucifijo, el cual sostenía inerte a Nuestro Señor. Se giró hacia mí, y alzando su cabeza, comenzó a abrir su boca al tiempo que alzaba ligeramente la testa. Yo esperaba, apretando los puños, que algún sonido surgiese de aquel encartonado agujero. Mas aquella forma cerró aquella abertura, y retornó a deslizarse sobre la losa, esta vez dándome la espalda y comenzando de nuevo sus siniestros movimientos.

El Alfabeto los dioses, p. 147.

Códice de Leonardo.

Leonardo da Vinci. Códice Madrid II. Biblioteca Nacional de España. Perteneció a la colección de don Juan de Espina.

LA VIRGEN DE LA MOSCA.
Anónimo. Siglo XV. Tabla al óleo. Colegiata de Toro. Zamora.

Todos asentimos y con don Francisco por delante, nos llegamos hasta la estancia que él había denominado su alcoba. Aquel caballero, una vez dentro, se acercó hasta una pared, donde, apoyada y cubierta por un lienzo, permanecía aquella tabla. La desembaló y dejó a la vista de todos, quienes la observamos lentamente. Se trataba de una obra admirable, tal y como nos la describió don Nuño, en aquel ya lejano día en el castillo de Coca. A todos se nos fueron los ojos hasta aquella extraña mosca, posada delicadamente sobre la rodilla de Nuestra Señora. Me pregunté así mismo qué menester habría para haber dado vida a aquel humilde insecto en aquella pintura, cuajada de figuras divinas, santas y soberanas. Qué misterio. Quizá tuviese una razón que yo no comprendía o, quizá, fue tan solo el capricho de un artista.

El Alfabeto de los dioses, p. 147.

SANTO ENTIERRO.
Juan de Juni. (s. XVI). Museo Nacional de Escultura. Valladolid.

Entonces dirigí mi mirada hacia el Santo Entierro. ¡Era sobrecogedor! ¡Tan grande! ¡Tan hermoso! Aquellas figuras tenían el tamaño real de una persona y asemejaban estar vivas, como habiéndose quedado congeladas, estáticas en un momento sublime de sus existencias. Pude reconocer el dolor, la angustia, la desesperación en cada gesto, en cada manera, en cada uno de sus movimientos.

El Alfabeto de los dioses, p. 536.

ECCE HOMO. GREGORIO FERNÁNDEZ. (Siglo XVII)

 

Se mostraba en aquella talla a Cristo con una espalda ancha y fuerte, que contenía piel, músculo y hueso, así como surcos de sangre reseca que en forma de riachuelos había quedado adherida. Se cubría el pecho con sus brazos en un aspaviento, más de arropar su alma hastiada que de cubrir la propia desnudez. En gesto de aguardar lo que viniese, su peso descansaba sobre una pierna, como en las estatuas blancas de los romanos. Su rostro, vuelto hacia un lado, miraba a la lejanía, quizá a lo que él aguardaba y temía.

El Alfabeto de los dioses, p. 594.

Cabeza de San Juan. Juan de Juni (s. XVI).

Museo Catedralicio de Valladolid

Entonces pude contemplar el motivo de toda la controversia vivida hacía unos instantes. Sobre breve tablero y sobre paño reposaba la talla de una cabeza de san Juan Bautista. Me acerqué a contemplarla, empujado suavemente por don Juan. Me estremecí como la rama de un árbol. Parecía tan real, que aguardé a que en cualquier momento la sangre del santo corriese a borbotones sobre la mesa. Del tamaño de la cabeza de un hombre mostraba la imagen sus párpados tornados, el ceño fruncido, la boca entreabierta por la que asomaba la lengua y una pelambrera y espesa barba rizada que la rodeaba. Ambos la contemplamos durante un buen rato, persistiendo en el silencio.

El Alfabeto de los dioses, p. 531-532.