DE MÍ Y DE MIS ANDANZAS CON LOS LIBROS

Me hice escritora con el tiempo y después de dar muchas vueltas sobre mí misma. Sí, las cosas como son; yo llegué al universo de la creación literaria tarde, ya algo mayor, en un momento —me temo— en el que el tren de la juventud ya había descarrilado; eso sí, con los vagones repletos de lecturas que se quedaron conmigo para siempre. Llegué a mis ficciones viajando desde otros derroteros, unos también cercanos a las letras, pero con otras perspectivas.

Si comienzo a relatar mi propia historia, desde el principio, he de decir que prácticamente tuve en la mano un libro desde que recuerdo. Entonces eran cuentos ilustrados, más feos o más bonitos, más grandes o más pequeños, y todos repletos de esas hormiguitas negras que reptaban entre las estampas que yo miraba embelesada e intuía que eran la clave de aquel universo de colores. Era tanta la ilusión que tenía de enterarme de qué trataban esos cuentos —y más al ver como aquellas letras se convertían en relatos en boca de los mayores— que aprendí a leer; lo hice con tantas ganas que a los cuatro años pude por fin descubrir todo lo que encerraban esos maravillosos artilugios de papel y cartón. Así, los libros pasaron a formar parte de la rutina de todos y cada uno de los días de mi vida.

Con el tiempo me hice historiadora por vocación, una que sentí desde niña. Estudié la carrera, me licencié en Historia Medieval y busqué mi camino por la senda de los documentos históricos, que recorrí gracias a estudiar un máster en Archivística. Fue genial, todo: el aprender de los mejores, el conocer gente estupenda y el tocar por primera vez viejos documentos empolvados y de letras imposibles. Sí, aquel fue mi primer contacto tangible con el oficio que había elegido: historiadora. Y aunque todo aquel mundo me fascinara y yo, convencida, supusiera que un archivo histórico sería para siempre mi guarida de tesoros, entonces la vida volvió a girar, y el camino también.

De desear ser medievalista, ya había pasado a pensar en ser archivera, pero no, para mí no había escapatoria: los libros, agazapados, me aguardaban… acechando. Aquel giro del destino me permitió seguir cerca de ellos, pero de otro modo y en otro lugar: las bibliotecas. Entonces decidí habitar en ellas y aprender a clasificar, interpretar y cuidar los libros. Para eso tuve que cursar estudios de Biblioteconomía. Fue entonces cuando conocí al que sería uno de los amores de mi vida: el libro antiguo.
En este punto vital, un nuevo sendero se abrió ante mí. Ni Edad Media, ni archivos, ni bibliotecas. Y seguí ese camino, que me llevó a enfilar la senda de estudio de aquel objeto que me fascinaba. Aparqué unos años más en la universidad, cursé el doctorado y me hice investigadora de libros antiguos, de viejas bibliotecas y de lecturas.

Entonces lo vi claro: sí, la calzada iba teniendo una dirección clara y las piezas iban encajando.

Los libros continuaban girando sobre mí: como lectora, historiadora y estudiosa de ellos. Al mismo tiempo, quise aprender a cuidarlos, preservarlos y embellecerlos. Por eso me hice encuadernadora y en ocasiones reparadora de algunas de sus heridas y cicatrices. Y hallé un nuevo lugar de esparcimiento —esta vez creado por mí—, uno que me permitiría conocer mejor a mis queridos libros desde otras perspectivas. En mi taller aprendí a diseccionarlos, curarlos, coserlos, envolveros con pieles, telas y papeles de colores y hacerlos más bonitos. Y monté mi particular Scriptorium. Con ese mismo nombre —como no podía ser de otra manera— doté de identidad a mi taller.

Una vez más mi pequeño mundo de libros volvió a dar un vuelco, otra vuelta en el camino justo cuando menos me lo esperaba —como pasan tantas cosas en la vida— y fue al plantearme algo más… ¿Y si intentaba fabricar también su alma?

Si lo que más me gustaba en este mundo era dedicarme a conocer, leer, cuidar, estudiar, vestir e historiar un libro, ¿por qué no iba yo a escribir alguno? Era una idea, quizá difícil, sí, pero no inalcanzable. Decidí que tenía que intentarlo. Y me hice escritora.

Puse todo mi empeño en escribir y comenzaron a gestarse mis primeros relatos literarios. En ellos, y muchas veces de forma inconsciente, fui desgranando todo lo que había ido aprendiendo con los años.

Y me sentí muy feliz. Y decidí que, desde ese momento, solo me dedicaría a escribir.
¿O quizá no? No sé… ¡La vida gira tanto!
